Oinopaponton

Los avestruces cavan un hueco en la tierra y esconden su cabeza para defenderse de los potenciales depredadores. Extraño mecanismo de defensa, no escapar, ni afrontar el problema, sólo ignorarlo. Pero es un mito, en realidad los avestruces tienen sus nidos bajo tierra. Al ser aves polígamas, uno de los casos excepcionales en las aves que se decantaron por la monogamia, pueden reunir los huevos de toda la comunidad en un mismo nido. Para supervisar la temperatura del nido y de los huevos, meten la cabeza debajo de la tierra, de esta forma defienden el porvenir de su descendencia.

En la vida de Fabio Máximo, Plutarco nos cuenta que el nombre del linaje de los Fabios provenía del verbo latino fodere, que significa cavar, pues los antepasados de este general de la segunda guerra púnica cavaban hoyos en la tierra para cazar. El debate del nombre da igual, no importa si es acertado. Llama la atención, en todo caso, una idea que se repite, como en otras anécdotas romanas. El nombre del protagonista lo marca, dice mucho del personaje que lo porta. Fabio Máximo, por supuesto, no escapa, ni huye de la marca impuesta por su nombre; el general romano usará una estrategia para resistir a Aníbal como lo hacían sus antepasados con los animales que cazaban: la espera inteligente.

Luego de Trebia, caída, en el 218 a.C., y de Tiberio Sempronio Longo, derrotado, Aníbal avanzaba, furtivo. Así, en la Batalla del Lago Trasimeno, las tropas, de Cartago, parecían, y lo eran, invencibles. Ante la invasión púnica, Fabio Máximo asciende, dictador, impertérrito. Un grupo de hombres abre un hueco, camufla la trampa y espera, no van tras el alimento, esperan que caiga, no del cielo, sino de la tierra, al subsuelo. Ante la amenaza del ejército púnico en la península itálica, pocos creían que la mejor estrategia para frenar la estampida del tuerto Aníbal era esperarlo, cortar sus provisiones, hacer una guerra de desgaste. Su estrategia de contención, de espera, no fue bien vista por sus conciudadanos. Los más osados creían que el general era un cobarde, pero la osadía no es una virtud, escribe Plutarco. La estrategia funcionó, el ejército de Aníbal empezó a perder su invicto, perdió el sur, y luego Sicilia.  Pero una guerra no se gana solo defendiéndose, es necesario atacar. Y como sabemos, llegó Escipión el Africano, quien, con su ímpetu juvenil, llevó la guerra púnica a territorio cartaginés y así venció a Aníbal jugando de visitante. Es verdad que en la Segunda Guerra Púnica los romanos empezaron perdiendo. Un tropiezo elegante, frente a Aníbal que venía con las estrategias imaginadas en la nieve. El golpe contundente de la sorpresa. Pero perder es ganar un poco, como decía el odontólogo de profesión y director técnico de pasión, el chocoano Francisco Antonio Maturana García, más conocido en Colombia como Pacho Maturana. Lo entendió un dentista que arreglaba sonrisas con la estrategia de juego, pero no como un paño de agua tibia, como un consuelo barato, como la edulcorada lógica de aprender en la derrota.

En otro tiempo, en otro estadio, pero en la misma Hispania, un equipo recibió goles como Roma perdió batallas. Uno tras otro. El 15 de junio de 1982 ocurrió la máxima goleada en la historia de un Mundial. El partido se jugó en Elche o Ilici, ciudad íbera, que también se llamó Iulia Ilici Augusta y fue poblada por veteranos de las guerras cántabras. Casi 85 años después del descubrimiento de la Dama de Elche en las ruinas La Alcudia, allí en Elche, donde perder pesa como plomo, se vivió la derrota más holgada de los mundiales. Hungría se enfrentaba a El Salvador. László Kiss desde el banco, desde la nada, clavó como un puño un hat-trick, el más rápido de la historia de los mundiales y el único en ser conseguido de parte de un suplente. 10 goles de diferencia. Una tormenta de acero sobre El Salvador, que sólo anotó un tanto al minuto 63. Más allá del peso del marcador, de la sorpresa impúdica, se destacó un hombre del equipo vencido, Mágico González. Esperar. Aguantar. Como un equipo que pierde diez a uno. Como un jugador que no se detiene. Como quien cava, poco a poco su trinchera para esperar el momento adecuado. Menotti lo vio, lo quiso en el Barcelona. Pidió el fichaje del salvadoreño en la pretemporada del verano del 84. Lo imaginó haciendo magia en España, en la tierra donde había perdido, per la noche, las fiestas, los excesos lo llevaron fuera de Cataluña.

Así mismo, otro ejército, menos tímido, con ansias de esperar y de espera, libró en el fútbol una batalla sin precedentes. El modesto Once Caldas de Manizales en la Copa Libertadores del año 2004. La gente vocifera que este equipo vivía acostado debajo de los palos y que se atrincheraba a tres cuartos de cancha, como decimos quienes perdemos el tiempo con el fútbol. Claro, tenemos en mente el partido en el Morumbí contra São Paulo por semifinales. En las gradas, los gritos de batalla, al unísono, en portugués, aturdían el rival. Las  antorchas rojas reciben al equipo local y producen miedo en el local. Pero eso se desvanece, algún jugador dijo que sabían que si resistían en Morumbí, en el Palo Grande se ‘comerían’ al equipo brasileño. Primeros minutos, Juan Carlos Henao, el héroe de muchas noches de copa,  ya había atajado tres balones del rival: un cabezazo, un disparo desde el área de penal y uno a larga distancia. El arquero detenía cada balón con saltos, pareciera que volara. Los comentaristas entusiasmados lo llenaban de elogios: que era el mejor arquero de América, que era un fenómeno. En el segundo tiempo, Henao ataja un tiro difícil y se agacha para mover el balón con la cabeza, como un avestruz que entierra sus huevos, expresando que él era amo y señor de ese balón, que enterrado, no pasaría, ni tocaría la red. Y como el fútbol necesita goles, este equipo contaba con un contragolpe de vértigo, los pases se encadenaban de forma progresiva y veloz para encontrar con facilidad el arco rival. Además, contaban con un arma secreta, la pegada mágica en los cobros de tiro libre de Arnulfo Valentierra. A diferencia de la historia que contaron de los tiempos de Roma, el Once Caldas esperaba fuera de casa, para mostrar los dientes de local, pero siempre sabiendo esperar. En Manizales el partido fue del Once, golpes en el palo, atajadas del arquero rival. Dos, uno, fue el resultado de ese partido que le dio el pase a la final, donde al final también vencería.

No todos los que esperan ganan, la virtud de esperar y contener. ¿Dónde enterrar el grito de victoria y desenterrar el de derrota? No todos los que esperan pierden, ¿´dónde está la línea mortal del equilibrio’ que señala cuándo morderle el cachete a la espera?  Dicen que detrás de una victoria hay muchos fracasos, pero callan que delante de una victoria restan muchas tragedias. Meses después la vida se ensañó con el profesor Luis Fernando Montoya, el técnico del equipo campeón de la Copa Libertadores. Un hombre al intentar robarlo le propicia impactos de bala que lo dejan al borde de la muerte. Luis Fernando se salva, sin embargo, el diagnóstico es desesperanzador: cuadriplejía. Lenta recuperación, la espera de la palabra del que no puede hablar, pero de quien esperamos todas las palabras, ¿Un dios? ¿Un muerto? Silencio y zozobra. Ritmo en picada de la vida, más hacia abajo, en la trampa donde caen los animales, donde caemos todos, el hoyo que la desesperación incrementa de tasto rasguñar la tierra.  El profesor regresó de su guerra, sobrevivió, herido de por vida, nos restituyó su palabra, con una voz profunda, casi oracular.

Después del golpe, a veces sólo queda esperar. Un pase que nunca encuentra su destino, una gota de lluvia que acaso no vuelve a ser algo. A veces, la vida no da respuestas de inmediato y nos quedamos con el sin sabor amargo, como decía el futbolista colombiano, Freddy Indurley Grisales, más conocido como el Totono Grisales, porque esperar no es rendirse al destino, es, más bien, el agua quieta que esconde su corriente. Cavar una trinchera. Resistir el golpe. Defenderse como Fabio. O decir como Oliverio Girondo: y a esperar, / y esperar, / y seguir esperando / con tal de no acercarme a la aridez inerte, / a la desesperanza / de no esperar ya nada; de no poder, siquiera, / continuar esperando.

Daniel Esteban Salinas

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Sebastián Uribe Rodríguez

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