Oinopaponton

Para V.M.

Perturbada por la conciencia que reconoce el renacer de la vida en el sonido del viento entre los árboles, el color y aroma de las flores, el sabor de las frutas o cualquier otra manifestación de lo que es, la señora Candida Raposo regresa a su ginecólogo en busca de una respuesta a su constante deseo de placer a pesar de sus ochenta años. Le pregunta al médico que cuándo pasará finalmente ese vértigo. Este le responde que nunca, que hasta la muerte podrá encontrar un reposo a su deseo. Cándida siente que es un infierno, una desvergüenza que ese sentir se prolongue hasta la muerte. Pero es la vida, se dice. Aunque en la noche se satisfaga, solo quedarán ‘mudos fuegos de artificio’; vida triste hasta que llegue la bendición de la muerte. Esta es la historia de Ruido de pasos, uno de los relatos que componen El viacrucis del cuerpo, libro de cuentos de la escritora brasilera Clarice Lispector.

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El cuerpo es la tumba o la cárcel del alma:

Clemente de Alejandría nos cuenta que Filolao, un pitagórico del siglo IV a.e.c., pensaba, que debido a un castigo, el alma está enterrada en el cuerpo, como si este fuese una tumba. Clemente recurre a una paronimia entre dos palabras griegas: cuerpo/ σωμα (soma) y tumba/ σημα (sema) y crea una falsa relación etimológica entre ambas palabras. Su sonido se asemeja porque ambos son una envoltura: la tumba del cuerpo muerto y el cuerpo del alma (muerta), habrá pensado Clemente. 

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En el Crátilo de Platón, Sócrates refiere que los Órficos creían que el alma expía su castigo en la prisión del cuerpo, pues esta debería saldar una deuda antes de alcanzar la libertad. 

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El deseo de doña Cándida aprisiona su alma, le causa un malestar cotidiano. Expiamos el castigo a través de un cuerpo que desea e intentamos saciar.‘Mudos fuegos de artificio’ cuando creemos satisfacer la carne: deseamos otra vez.

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Imagen. La luna atisbaba desde el oriente el sol que descendía en occidente.

Sonido. Recitaba de memoria:

‘Si dejas gotear el cuerpo hasta los libres orbes del éter, serás un dios inmortal, incorruptible, ya no sujeto a la muerte.’

Y creímos en la mesura en el comer, en el dormir, en el placer, en el gastar y en el hablar. Buscábamos la apetencia consciente, que nos permitiera cuidar el cuerpo y el alma. Para equilibrarlos, nos dispusimos a venerar la divinidad. Así empezaba nuestra historia, con la lectura de los Versos Áureos, erróneamente atribuidos a Pitágoras. 

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Aunque dejemos gotear el alma hacía el Éter, nuestros cuerpos siguen siendo mortales, corruptibles y deseosos, la corporalidad responde a los requerimientos biológicos del cuerpo.  

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Lo que no existe no puede nacer. Todo lo que es tampoco puede morir. Todo lo que es no nace ni muere. Todo está bajo el reino del cambio. El cambio une y separa las cosas. Todo muta. Lo que cambia es, porque si es, no tiene ni un principio, ni un fin. Pensaba Hipócrates, un médico antiguo. 

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Veo nuestras almas perpetuamente prisioneras en las múltiples pieles y envolturas que irán teniendo a lo largo de sus múltiples cambios.  Mudamos de calabozo con cada nueva forma corpórea, como el reptil lo hace con su piel.

Hoy: miedo.

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¿El equilibrio y la armonía de los Versos Áureos sosiegan el paso por el calabozo, pero no liberan por completo el alma, condenada a ir de mazmorra en mazmorra? 

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¿El alma también está bajo el reino de mezclas, separaciones y mutaciones perpetuas? o ¿pasajera, como el cuerpo, es la esencia que impele a entender el engranaje de la totalidad y a ser conscientes del rol que se debe tener en cada momento del Tiempo?

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La tingua bogotana, pájaro de los humedales, al regresar a su nido, luego de las incursiones diurnas, se desorienta al sentirse atraída por las luces nocturnas de la ciudad. Las luces le arrebatan el regreso al nido, las extraen de su ciclo natural, despertar al amanecer y regresar al nido antes de la noche. 

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La naturaleza se separa, se une, cambia y se mueve. Como cualquier ser que es, seguirá el constante ser biológico que ella misma le otorgó. La naturaleza en movimiento asigna a todos los seres una determinada labor, para realizarla es necesaria un cuerpo que necesita energía y que en su transformación requiere suplir sus necesidades básicas para continuar el destino del cambio constante. 

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A pesar de las luces, la tingua bogotana desea regresar a su nido.

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Podemos también pensar que el cuerpo no sea una cárcel, ni una tumba, sino la casa que alberga el alma específica que debemos resguardar en este momento del Tiempo.

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¿Doña Candida no debería preocuparse tanto por su mal? Si la muerte existe, será liberada de la cárcel, su alma se olvidará de sus apetencias, hasta que llegue a habitar una nueva cárcel. O puede comenzar a creer que la muerte no existe y que todo son mezclas y separaciones que van transformándose en este moverse y cambiarse de la totalidad. El ser vivo no muere, porque si muere, tendría que morir todo en él. Pero ¿quién somos nosotros para juzgar el sentir de doña Cándida o las preocupaciones de los otros?

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El hombre muere al no poder juntar el comienzo con el fin. Pensaba Alcmeón de Crotona, otro médico.

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Nuestra vida es una línea, no un círculo, el alma en su transitar por todos los calabozos experimenta la línea temporal que le ha tocado vivir, pero nunca el círculo completo con todas las separaciones, uniones y cambios.

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El cuento termina con Doña Candida escuchando los pasos de su marido que llega a casa. Su deseo, brecha abierta. Su vida, la línea paralela a la línea de la vida de su marido. No pueden ser una única línea.

Roberto Juarroz, poema número 36 de su segunda Poesía Vertical: 

Una cosa se desliza de su lugar de cosa

y abre así una brecha

por donde se descubre su dibujo paralelo,

su línea junto a otra línea igual,

pero con más silencio.

Después, vuelve a su sitio.

Si logramos entonces demorar la brecha abierta,

los dos trazos paralelos alcanzarán por fin su línea única.

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La línea única es un círculo, no podemos transitarlo, quizás contemplarlo. Con o sin cárcel, con o sin tumba, solo queda esta vida que cambia, se mueve, desea, sufre y goza. 

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La aceptación del límite de la línea precede la posibilidad de vislumbrar el círculo desde un cristal.

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Fin del miriágono. 

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Daniel Esteban Salinas

desalinasa@oinopaponton.com