Oinopaponton

If music be the food of love, play on 
Shakespeare

Acertó Oscar de León en comprender que había un condimento perfecto para la música o, al menos, un nombre que así lo describiera: la salsa. Más allá del encartonado cliché que dictamina, con justa razón, que la música es alimento para el alma, da en el blanco frente al sabor que imprime este género musical en la vida misma.

Y es que esta relación intrínseca entre la música y la alimentación ya era un asunto presente en la antigua Roma. En el 311 a.C., en medio de las guerras Samnitas y Etruscas, sucedió en Roma un incidente extraordinario. Cuenta Tito Livio que los flautistas decidieron protestar en contra de las medidas efectuadas por los nuevos censores que ignoraban la tradición y llegaron a prohibir que los flautistas comieran en el templo de Júpiter. Como medida, los músicos decidieron cesar actividades y la ciudad se quedó sin quien tocara en los sacrificios a los dioses. Con los enemigos samnitas y etruscos mordiéndoles la espalda, la situación se hacía cada vez más delicada, puesto que no podían contar con los músicos para tener el favor divino que intercediera a favor de Roma en el campo de batalla. 

El acto de rebeldía de los flautistas implicó que estos salieran de la ciudad para instalarse en Tíbur, cuestión que terminó de crispar al Senado. Una vez padecida la epidemia de silencio en la ciudad, el Senado envió embajadores para disolver el desacuerdo. Como las palabras no fueron suficientes para convencer a los flautistas de regresar a su tierra, los senadores, en conjunto con los tiburtinos, planearon una estrategia para hacer frente al silencio en los templos romanos. El plan consistía en adormilar, sin que se dieran cuenta, a los músicos en medio de una celebración con el fin de enviarlos de regreso a Roma.

De esta manera, los flautistas fueron invitados a festejar los banquetes en Tíbur y compartir de los festines con su música. Allí, los conjurados lograron hacer a punta de licor que los músicos perdieran el sentido. Dormidos por el narcótico efecto placentero del vino, son metidos en carros de transporte y enviados a Roma. Allí en Roma, la multitud de gente, aglomerada para recibirlos, los convencieron de quedarse y les otorgaron el permiso de circular durante tres días al año cantando sin restricciones. Asimismo, les conceden la licencia de volver a comer dentro de los templos en los que participasen de sacrificios a los dioses con su música.

Conforme a esta anécdota, no es difícil ver cierta magia frente al difuso dicho, atribuido a Cicerón por algunos y a Sócrates por otros, de que el condimento supremo de una comida es el hambre (optimum cibi condimentum fame). De ser cierta su aplicación de que la necesidad intensifica el placer de satisfacerla, la mejor manera para saciar el hambre, no del cuerpo sino del alma, sólo puede hacerse de la manera como declara Mongo Santamaría: sofrito na’ ma’.


Sebastián Uribe Rodríguez

suriber@oinopaponton.com