Oinopaponton

Sobre las once empezaba. Llegamos y el primero ya tocaba, pero nadie bailaba. El ritmo constante y siempre preciso iba contagiando las piernas de los pocos asistentes, los demás seguían entrando. No recuerdo mucho de la música del primero ni la de ‘El cuervo’, más sutil en la inserción de cada pista. En realidad todos íbamos por Óscar Mulero y Adriana López. Anticipando lo que venía fui por agua a la barra. Allí algunas quijadas descompuestas y miradas profundas se rozaban con las luces que se esparcían desde la cabina. Óscar subió y las visuales de la pantalla encajaban con su música. A pesar del calor me sumergí en la atmósfera y comencé a bailar. Mi mente archivaba cada pensamiento a medida que el cuerpo imitaba el ritmo de la percusión y el contrapunto, los ojos eran abrumados por las imágenes color vino de las estatuas que se convertían en carne y huesos para fraccionarse en miembros que se yuxtaponían con edificios azules que se levantaban y caían progresivamente en la otra mitad de la pantalla. Imaginaba una extensa red en la que cada uno era el intersticio por el cual pasaba la energía de un dios ficticio de la danza que yo creaba y al que rendíamos honores. El calor aumentaba y se hacía difícil respirar, pero las piernas querían imitar las disonancias y los brazos con ondulaciones buscaban remendar la destrucción de los edificios y de las estatuas. 

Con el ingreso de Adriana aumentaron las disonancias y la frecuencia, el dios aún no recibía la energía suficiente para completar el sacrificio. El calor se tornó tan insoportable que el lugar comenzó a sudar, las gotas caían del techo y entonces no sólo compartíamos energía, sino también fluidos corporales. Estábamos condenados a seguir bailando, porque no habíamos pagado nuestra deuda, el cuerpo seguiría en su movimiento hasta que los músculos no pudieran resistir más y deshidratado con el corazón implosionado se ahogara en el charco de sudor. Éramos presa de la telaraña del ritmo y el gran dios era una enorme tarántula a punto de devorarnos. Este es el infierno y la paradoja del bailador, morirá víctima de su placer.  Cuando supe que necesitaba descansar, abrí los ojos y vi en la pantalla que de la boca de una máquina emergía la frase de Ludwig Wittgenstein: ‘Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo’.

Tenía que salir del centro de la pista, ir al baño, tomar agua y lavarme la cara. Viendo mis ojos recordé mi lectura de un tratado musical de la Antigüedad, autoría de un falso Plutarco. Este rescata una imagen de la Ilíada: Aquiles toca su forminge para encauzar mejor su cólera contra Agamenón:

‘Lo encontraron tocando su bien labrada formingue que había obtenido de los despojos de la ciudad de Eetión, y con ella cantaba las hazañas de los héroes y alegraba su ánimo.’ (Ilíada. IX, 186 – 189 )

Frente al espejo volvió a mi cabeza la interpretación que Pseudo Plutarco daba a estos versos: Homero quería enseñar sobre el carácter pedagógico de la música y su utilización como un ejercicio provechoso y placentero para el hombre ocioso. ¿Qué más que el orden y la armonía podría aplacar un espíritu en caos siendo estos cohesionadores del cosmos? El Pseudo Plutarco concluye su tratado con una mención a los pitagóricos que creían que el cosmos está organizado bajo las mismas leyes que tiene la armonía musical.  

Volví a la pista intentando encontrar orden en todas las imágenes y sonidos de los cuales mi cuerpo era presa y lo obligaban a continuar su baile a pesar de la deshidratación. Homero cantaba que los dioses se calmaban con hermosos cantos y danzas, entonces me pregunté a qué tipo de dios aplacábamos aquí, pues al estar inmersos entre tantas disonancias armónicas y el repiqueteo constante y preciso de las percusiones comenzaba a dudar del carácter pedagógico y calmante de la música. Y, al recordar que Orfeo tocaba su lira para acompasar el ritmo de los remeros de la nave Argo en su viaje a la Cólquide, supe entonces que nuestro viaje era distinto, que al sumergirnos en disonancias y sudor, rememorábamos un canto de sirenas y no una melodía órfica. Pero ya estaba aquí, en este pequeño infierno y como devoto a la música tuve que continuar bailando hasta la extenuación, no moriría, restaban solo treinta minutos. La nave se detuvo una vez se encendieron las luces. Afuera nos esperaba la madrugada que agonizaba con sus brazos de viento. Con los primeros rayos del sol nos percatamos de que nuestro viaje había terminado, de que nuestro cuerpo agotado era reflejo de un alma saciada de baile, pues más allá del límite hay otros lenguajes en des-armonía que también apaciguan espíritus.

Daniel Esteban Salinas

desalinasa@oinopaponton.com